Calidad institucional y coyunturas críticas: la inaplazable puesta en marcha de auténticas reformas

Hace ahora casi una década, en concreto en 2012, ACEMOGLU y ROBINSON, en un célebre libro (“Porqué fracasan los países”), realizaron un análisis de los motivos que llevan a unos territorios a conseguir un desarrollo económico inclusivo (prosperar) mientras que otros, en circunstancias similares, fracasaban (ejemplos hay en el libro citado como Corea del Norte y Corea del Sur, la Alemania Oriental y la Occidental, Nogales en EEUU y Sonora en México). La solución a la ecuación, se sostenía en esa ya clásica obra de corte institucionalista, se plasmaba en la idea de que son las instituciones de las que estaban dotados unos y otros el elemento determinante que explicaría dichas disfunciones.  La forma en que las sociedades se organizaban, se explicaba por los autores, si eran o no respetuosas con la propiedad privada, si se garantizaba o no una efectiva separación de poderes o, por poner un último ejemplo, se posibilitaba el adecuado funcionamiento de una economía de libre mercado eran los elementos determinantes de una buena calidad de vida en términos del Índice de Desarrollo Humano de los territorios. Es decir, y por resumirlo en una idea, en la calidad de las instituciones, o su contrario la presencia de desajustes o ineficiencias en las mismas, se puede encontrar la clave de bóveda sobre la que se construye el progreso de los territorios. Línea de pensamiento también representada por DOUGLASS NORTH y NIALL FERGUSON.

1. Introducción: la “coyuntura crítica” que obliga a tomar decisiones

En unos momentos en que nos enfrentamos a importantes transformaciones que bien pueden calificarse de disruptivas (en la terminología de moda), y baste apuntar simplemente todo aquello que se refiere a la digitalización y los desafíos ambientales (hay más y a ellos me he referido aquí), nos encontramos de nuevo en el decir de los autores mencionados en un momento en que las diferencias en el “batir de las alas de una mariposa” (efecto así denominado en la física) causadas por una suave «deriva institucional» puede dar lugar a inevitables diferencias cuando un país se ve afectado por lo que dichos autores denominan una coyuntura crítica (la revolución francesa o la peste negra ponen como ejemplo) donde una gran parte de la fuerza de trabajo y  la propia economía pueden verse transformadas, y puede dar lugar a rutas diferenciadas dependiendo de la calidad de las instituciones políticas y económicas existentes. Dependiendo de su orientación en positivo o en negativo lo que creará los cimientos sobre los cuales se forjarán los cambios futuros.

No me parece exagerado poner de relieve que la pandemia, unida a los cambios disruptivos que imponen fenómenos como los mencionados más arriba, nos conducen de forma directa e inevitable a una “coyuntura crítica” en que nuestro país ha de reflexionar y actuar de forma decisiva sobre sus instituciones y dilucidar qué hacer para corregir esa deriva institucional que aproximadamente desde principios de siglo se viene observando y en la que nos jugamos el futuro de todos nosotros y de esa España 2050 que hace pocos días, no sin críticas más o menos justificadas por distintas razones, se nos dibujaba y que seguramente todos podemos compartir.

La pandemia, en efecto, ha causado un nivel de estrés, entendido como reacción del cuerpo (institucional se entiende) a los desafíos o demandas que acontecen en el momento actual, que ha puesto de manifiesto que la costura institucional pergeñada (la deriva institucional a la que nos referíamos) a lo largo de estas dos décadas del presente siglo, y el correlativo debilitamiento institucional (la justicia por poner un ejemplo) o la ausencia de reformas necesarias y diagnosticadas desde hace ya muchos años en instituciones basales de nuestra democracia, como la Administración o el empleo público, no dejan un panorama precisamente halagüeño para enfrentar esta coyuntura crítica.

En efecto, sin perjuicio del “haber” (que también lo ha habido), la pandemia nos mostró los “debes” del sector público. Desde la dificultades de poner en marcha mecanismos de rastreo en un sector público con enormes contingentes de personas a su servicio, el fracaso de la compra centralizada, o el episodio de las sanciones impuestas a lo largo del Estado de Alarma declarado y las dificultades al parecer insalvables para su tramitación, pasando por las demoras en la tramitación de prestaciones consideradas vitales (ingreso mínimo vital o ERTEs) o la prestación de servicios de forma virtual que ha puesto de relieve el todavía escaso camino transitado hacia una Administración digital, y finalizando por la descoordinación interadministrativa (las debilidades institucionales del gobierno multinivel establecido constitucionalmente) en importantes áreas de la acción pública (el último episodio las “medidas coordinadas” suspendidas por la medida cautelar provisional de la Audiencia Nacional). En definitiva, a lo largo de la pandemia, nuestro sistema de poder público mostró grandes limitaciones y déficits para hacer frente, bajo ese estrés al que nos referíamos, a situaciones imprevistas y novedosas. Dejemos apuntado que no serán las últimas en estos tiempos imprevisibles y que deberíamos tomar buena nota de lo acontecido y emprender los cambios necesarios en el sistema.

2. ¿Qué déficits presentan nuestro sistema institucional?

Si el Informe al que nos referíamos con anterioridad sobre la España de 2050 presentaba un paisaje optimista (no en vano nos invita expresamente a “redescubrir el optimismo”), un reciente número de Papeles de la Economía Española, editado por FUNCAS, ha puesto de relieve que fenómenos como el exceso de normas, la deficiente rendición de cuentas, las dificultades de coordinación en la estructura de gobierno multinivel o, en fin, la dificultad de las administraciones públicas para encarar la resolución de problemas nuevos, resultan déficits para encarar, con garantía de éxito, el momento presente y conseguir mantener un desarrollo económico y la deseable prosperidad para nuestro país sea en la fecha referida o en cualquier otra. Bien es cierto que, como se advierte por el editor, es un error pensar que ello remita necesariamente a una «baja calidad de nuestra democracia», asociada a una falta de libertades, algo que todos los estudios comparativos internacionales desmienten. Son otras las razones. Y a su análisis se dedica el número de la revista cuyos brillantes trabajos, con su más y sus menos como todo, recomiendo encarecidamente. Desde luego no me equivoco si advierto de que no dejarán al lector que no lo conozca indiferente.

Ciertamente el deterioro de instituciones esenciales para nuestra democracia ha sido, y sigue siendo, un hándicap de enorme lastre para encarar los desafíos del presente. Bastaría pensar en instituciones que resultaron claves en el desarrollo de nuestro país desde la transición que se han visto afectadas por esa deriva: la Corona, el poder judicial, nuestro sistema de distribución del poder y de los necesarios contrapesos y equilibrios llamados a garantizar el Estado de Derecho con un creciente protagonismo del poder ejecutivo, el funcionamiento (deficiente) del Estado autonómico que ha tenido en la crisis territorial de Cataluña un punto y aparte, los déficits en integridad y transparencia y un largo etcétera son nuestra carga en la “mochila” para emprender esta tarea.

Me detengo, sin embargo, en reseñar dos que creo que resultan especialmente relevantes a los efectos de encarar esos retos y desafíos y acometer con garantías de éxito las reformas pendientes que lamentablemente se van acumulando. La reforma de la Administración y del empleo público sería la tercera pero a este asunto ya me he referido aquí y aquí.

El primero de ellos hace referencia a la ruptura del necesario equilibrio entre el sistema de gobierno, el sistema electoral y la cultura política que tiene como resultado final la debilidad y dependencia de unos gobiernos minoritarios, de uno u otro signo, y una estéril y permanente confrontación maniquea incapaz de llegar a acuerdo alguno del tipo que sea y que tuvo, en las pasadas elecciones madrileñas, su expresión más acabada.

Hasta ahora el sistema había funcionado, ciertamente con algunas contradicciones, razonablemente bien, pero en las circunstancias actuales, donde en medio de una fragmentación política notoria, debemos enfrentar retos de enorme dificultad dicha cuestión nos está pasando, y nos seguirá pasando sino conseguimos los necesarios arreglos institucionales, una factura que nos lastrará como país a buen seguro. La cultura del bloqueo y la polarización política nos distancia del camino necesario para acometer los cambios estructurales que requiere nuestro país para ganar en eficiencia y cohesión social y territorial.

Pero lo cierto es que las nuevas circunstancias en que se desenvuelven nuestro país precisan de un liderazgo político que difícilmente puede desenvolverse en los parámetros que existen en la actualidad. Y es que lo cierto es que para que la gobernabilidad, y consiguientemente el buen gobierno de las cosas públicas, no se vea afectada en cualquier sistema de gobierno debe de producirse una cierta armonía entre tres variables de una misma ecuación: sistema electoral, cultura política y reglas de funcionamiento del sistema de gobierno. La pregunta es obvia ¿se produce esa armonía o esta, a consecuencia de los cambios en la estructuración política del país y al deterioro institucional al que nos hemos referido, se ha quebrado en tal modo que ha de hacernos cuestionar nuestro sistema político en busca de un nuevo equilibrio? Basta ganar los distintos procesos electorales o también es preciso que el sistema nos proporcione los elementos suficientes para poder gobernar y encarar esos retos que se dibujan en el futuro próximo.

En el espacio políticamente fragmentado en el que aún vivimos, y que ha llegado para quedarse al menos por un tiempo (ya veremos cuánto), en todos los escenarios descritos son necesarios acuerdos, consensos y una cultura política y de gobierno adecuada si se pretende gobernar, es decir, una cultura basada en el diálogo, los acuerdos con los adversarios, la confrontación civilizada y la constatación, que puede parecer obvia pero que a menudo no acontece, de que tanto se puede servir a los intereses generales desde el gobierno como desde la oposición. Pero no es esa la cultura política existente en el país. Mucho me temo que décadas de bipartidismo nos han conducido a estilos autoritarios de gobierno y de confrontación que no favorecen encontrar soluciones. El ejercicio de la acción de gobierno ha venido alimentado por mayorías absolutas y falta de diálogo con el resto de fuerzas políticas. Y, no se olvide, un ejercicio de la labor de oposición en clave de obstrucción más que de construcción que tampoco facilita las cosas.

Por su parte nuestro sistema electoral, que sin duda tiene virtudes y, entre otras, que atiende razonablemente bien los principios de pluralismo y representatividad de tal forma que garantiza que la mayoría de las opciones políticas pueden aspirar a tener representación no garantiza, por si solo, ese deseable escenario de acuerdos y, en caso contrario, de adopción de decisiones por mayorías suficientes con idéntica visión de país. Lo que resulta de especial gravedad cuando todo parece anunciar un papel de mayor protagonismo de los Estados en la economía y en la sociedad para lograr los objetivos de la Agenda 2030 en los escenarios de una transición digital y medioambiental que traerá consigo notables transformaciones.

Me temo, sin embargo, que la solución a este necesario equilibrio es de enorme dificultad. O transformamos esa cultura política o habremos de plantearnos si este sistema electoral ha de ser reformado lo antes posible. Esperemos, hay que conservar algún atisbo de esperanza, que no sea preciso lo último.

El segundo, y no menor como se ha puesto de manifiesto durante la pandemia casi de forma teatral, son las carencias del Estado autonómico. Las asimetrías fiscales existentes y que lejos de revertirse más parece que pueden acrecentarse, un sistema competencial permanentemente abierto y la debilidad del poder central (federal) para acometer cualquier tarea que requiera el acuerdo de los actores territoriales, la debilidad de los mecanismos de coordinación existentes que no garantiza una acción común frente a problemas comunes, etc. debería, y no tengo la menor duda de que así es, preocuparnos porque la solución a muchos de los retos a que nos enfrentaremos en los próximos años no puede alcanzarse con mimbres tan débiles. La cooperación activa, y no solo la neutralización, de los distintos actores territoriales que han acumulado un poder de decisión territorial de enorme entidad es precisa para garantizar el éxito. Y lo que es más grave, y al fin es lo que interesa, que tiene consecuencias negativas en términos de eficiencia económica y fortalecimiento institucional.

No es extraño que, en estas circunstancias, la confianza de la ciudadanía se haya deteriorado y es que si manifiesta es la necesidad de que la certeza exista en las relaciones entre particulares, la importancia de dicho aspecto adquiere mayor firmeza e importancia cuando nos referimos a los organismos del sector público que, con sus declaraciones en el mundo jurídico o con su actuación fáctica, van a definir derechos subjetivos de los ciudada­nos o a modificar situaciones jurídicas de éstos. Su actuación puede generar expectativas o condicionar la propia actividad económica. En estos casos, la necesidad de certidum­bre y seguridad es, si cabe, mayor que en los casos en que estas mismas situaciones se dan entre particulares. Máxime, en los momentos actuales, cuando asistimos a una etapa de incertidumbre y cambio de realidades sociales profundamente diferentes frente a las cuales nuestras ideas y concepciones resultan, muy a menudo, obsoletas. Pero, sin embargo, la idea de confianza es consustancial a nuestra idea de Democracia y así el maestro GARCIA DE ENTERRIA ya destacó que

«Un buen sistema democrático es, pues, aquel que se esfuerza en partir de la confianza del pueblo en la designación de los gobernan­tes, por supuesto, pero también por mantenerla constantemente viva, como exige la estructura real del trust, fiducia o confianza, de modo que el pueblo se reconozca siempre como titular del poder y beneficiario único de sus actuaciones. El análisis social y el argumento jurídico se apoyan entre sí para llegar a esta conclusión, que es tan importante en el terreno de los principios como en el de las aplicaciones prácticas».

3. A modo de conclusión: hagamos caso a los expertos, creemos incentivos y recuperemos la confianza, pero no sustituyamos la acción política

Nuestro país necesita un reset. Una puesta a punto. Es un error pensar, como creen algunos, que nuestra situación geográfica en el marco de la Unión Europea bastará para afrontar esos retos si no queremos estar en el furgón de cola de ese espacio compartido. Ni que seamos uno de los cuatro grandes como también se proclama será la solución. Ciertamente, y ahí están los fondos next generation, ayudará y no poco. Mas en la medida que hagamos algún caso a las observaciones de la Comisión sobre estos cruciales aspectos y a las recomendaciones que con un alto grado de consenso se reiteran por los expertos ahora que tanto gusta acudir a ellos.

La sociedad española, y su economía, tienen en esta coyuntura crítica que atravesamos una oportunidad histórica para insertarnos en los países que definen, y por eso no son definidos, el devenir del futuro. Pero, desde luego, todo ello no será posible, o tendrá altos costes de transacción, sino acometemos las reformas necesarias en el sistema político que, en estos momentos, funciona más, en la terminología acuñada por FERGURSON, como una institución extractiva (extracción de renta y riqueza de la sociedad para beneficiar a otro subconjunto) que inclusiva (repartir el poder). La situación de polarización política y la incapacidad de llegar a los acuerdos necesarios que nos permitan, como ocurrió en las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo, reactivar nuestro país creando incentivos para la ciudadanía en post de esa deseable España de 2050 recuperando la confianza de ésta, es por ahora una quimera por deseable que sea. Y todo ello a pesar de los expertos que no pueden, ni deben, sustituir la necesaria acción política.

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